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CRÓNICAS
EL VIENTO QUE NOS TRAE
Por Belén Ziade
La única vez que pisé la tierra de mis abuelos fue en el 2001. Al escribir «tierra de mis abuelos», dudo: el Líbano que conocí en ese momento no es el mismo del cual partió mi abuelo Iusef en 1910. Primero a lomo de burro desde Lehfed a Beirut y después en barco hasta Buenos Aires.
Tampoco reconocería el camino de tierra rodeado de cedros que atravesó mi abuela Kamel desde Lehfed con su mortero de mármol blanco, como si hubiera traído parte de su patria en ese objeto que tanto cuidó y que ahora está en mi casa. Ni siquiera creo que el Líbano que conocí en el 2001 sea el mismo que el de hoy. Pero es el de hoy: el que está en mí, el que une los hilos de mi historia.
Una radio podría ser un objeto insignificante en cualquier casa. Un decorado. Algo que mata el tiempo, entretiene. Estoy cenando en lo de mi tío y de fondo suena música Jazz que proviene de una Zenith Trans-Oceanic que compró en Nueva York en 1968. Si no fuera por los avances tecnológicos, diría que es nueva. De un plateado que encandila, con un visor horizontal en la parte de arriba que protege un planisferio a color y una perilla que sintoniza radios de cualquier ciudad del mundo. El aparato es plegable y en un compartimento contiene un manual con todos los husos horarios y las transmisiones de cada lugar.
—Cuando la cerrás, parece una valija —dice mi tío, mientras me la muestra entusiasmado, agarrándola de la manija, como si alardeara de un juguete nuevo o del Honda que tanto le gusta. Lo veo sostener su radio-valija y pienso que ni siquiera en las pequeñas cosas podemos escapar a nuestra historia.
—Ahí —señala el rincón de la cocina donde está la radio—. Todos los jueves a la tarde, tu papá lo ayudaba al abuelo a sintonizar la radio de Beirut. Era el único que sabía hacerlo. Abrían el manual, buscaban la frecuencia exacta y, cuando se escuchaban las primeras voces en árabe, esta cocina que ves acá —clava el dedo índice en el aire, lo mueve hacia abajo— era una fiesta. Pensá que con las cartas tardábamos meses en enterarnos de lo que pasaba allá.
Con la Zenith, el Líbano ya no era un llanto apagado en la garganta de mis abuelos ni una mirada fija en la foto en blanco y negro de la familia. Tampoco ese país lejano que intentaban recrear con hummus, kebbe o falafel en las comidas, conversando en árabe puertas adentro sobre los que quedaron allá. Durante las dos horas que duraba la transmisión de Beirut, el Líbano se convertía en algo tan inmediato como esos tres cuerpos alrededor de la radio.
—Escuchá —dice mi tío después de darle play a la casetera que trajo desde el cuarto—. Ese es tu abuelo tocando el laúd y cantando en árabe.
No miro el aparato, sino sus ojos empañados por el agua de los años y una sonrisa a medio camino entre esa vida que fue suya y la que ahora se resiste al tiempo.
Bien temprano a la mañana, en las sobremesas e incluso cuando lo visitaban primos o amigos del pueblo, Iusef los recibía con un punteo suave que acompañaba de fondo las conversaciones. El viento es la música del monte repetía mi abuelo mientras tocaba el laúd en el patio de su casa de Mataderos, la cual pudo comprar con sus ahorros, aunque con la certeza de que no volvería por mucho tiempo al Líbano.
A veces se escapaba del pequeño local de venta de hilos que daba al frente de la casa hasta llegar al patio interno y se sentaba en una silla a tocar el mismo laúd con el que de joven improvisaba frente a sus amigos en alguna callecita de tierra de su pueblo. Lo imagino sosteniendo la caja de resonancia —abultada como una pera— entre el pecho y las piernas, con la cabeza inclinada hacia las cuerdas y su corazón hacia Oriente, como si de esa manera pudiera tocar el Líbano con las manos.
En Lehfed, las casas se multiplican monte abajo y con el reflejo del sol las paredes de piedra brillan como mármol. Por la tarde, las mujeres muelen la carne y se oyen golpes discontinuos sobre los morteros. El viento mueve las ramas de los árboles y la fricción de las hojas se entremezcla con el balido de las cabras. Me gusta creer que esto imaginaba mi abuelo cada vez que hacía sonar las cuerdas del laúd. Que con su música podía tener la visión del viento.
—¿Y la otra voz que habla en árabe? —pregunto.
—Ese es tu papá —y nos quedamos callados.
Conozco la voz de mi padre, pero solo en castellano. Como si hubiera sabido algo sobre el tiempo, grabó una decena de videos durante nuestras vacaciones en Mar del Plata, en Colonia, en asados familiares y reuniones con amigos. Pero cuando lo escucho hablar en árabe en el casete, entiendo que papá fue un hombre que amó en dos idiomas. Que cuando me decía turquita o princesita no te enojes, quizá al mismo tiempo lo pensaba en árabe, aunque esa otra parte hoy sea tierra virgen para mí.
Mi tío sonríe. Entiendo que por hoy ya está. Cada historia nueva que me cuenta lo deja tan agotado como si hubiera corrido una maratón. Me acompaña hasta la puerta y me saluda con la promesa de que buscará más grabaciones. Sé que va a tardar unas semanas. A los ochenta y seis años, es fácil extraviarse en el camino de la memoria. «Yo no sé repetir cómo entré en ella / pues tan dormido me hallaba en el punto / que abandoné la senda verdadera», escribió Dante. Ahora que quedan pocos de los suyos, ¿quién querría irse del patio de su infancia en el cual jugaba con su hermano a la pelota, mientras su papá tocaba el laúd o la mamá lo besaba y después lo llevaba a la cocina para que probara el pan de pita recién horneado con un poco de labneh?
Al llegar a casa, me doy cuenta de que estoy cansada. Yo también tardo en volver de sus historias. Me siento en el sillón, frente al mortero y el laúd de mis abuelos. Con el peso de las manos, anoto en un bloc: En el viento, una voz. Y al lado, casi de manera automática: Corazón de diáspora, como cuando practicás de chica tu nombre.
El mortero de mi abuela Kamel y los dos laúdes de mi abuelo Iusef



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